
“Al avistar la ciudad, deja atrás a la Pachamama y sigue el camino que traza el cóndor. Asciende; sólo así contemplarás la magnificencia del lugar”.
Estas fueron las palabras con las que Huayra Tata transmitió su ancestral sabiduría a un recién iniciado en los rituales de la ayahuasca.
Y así fue que cuando sus pasos se dirigieron a la inmortal ciudad, tan sólo un fugaz vistazo a ella se permitió. El momento justo para reconocer esa postal, tantas veces vista, y poder recuperar el aliento. Para luego iniciar el ascenso; en pos del cóndor y de aquel elevado lugar desde el que contemplar también el Salcantay.

No fue un ascenso a ese joven altivo por el que los presuntuosos y los agarrotados por el vértigo se desvanecen junto con su aliento, en un desafío vertical carente de cualquier vista al mundo que le rodea.
No, no al Huayna Picchu. Al otro, al vetusto, al de la larga y prolongada ascensión. Al que muestra un lado y esconde el otro; para regalarle el jananpacha y la kaypacha en su cima. Aquel que, en medio de la inmensidad, le presentó la mágica ciudad de Machu Picchu.

Estando allí, contemplando los lejanos nevados, los innumerables riscos que le rodeaban y el largo serpenteo del Urubamba a lo largo de los valles, vuelve a recordar las palabras de Hauyra Tata: “Luego, cuando alcances el secreto del cóndor, regresa junto a la Pachamama para despedir al gran Inti y esperar su retorno”.

Y al descender, para ver el cíclico ocaso de Inti desde la centenaria ciudad, escucha a los Apus cantar: “bajo la ciudad el rey mora entre oro y plata”.
Tal vez, cuando regrese, el gran monarca reluzca otra vez sobre la ciudad de Machu Picchu.
